Estudiantes de 3º Medio

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jueves, 12 de abril de 2012



¿Que tiene que ver Crimen y castigo, una de las obras cumbres de la literatura universal, análisis magistral de la mente de un criminal y sus remordimientos, con la descripción morbosa y pormenorizada (otra mas , y van…) de las actividades de un psicopata, tan de moda actualmente?. Nada.

Sobre Fiodor Dostoievski

Nació el 11 de noviembre de 1821 en Moscú, murió el 9 de febrero de 1881 en San Petersburgo.

Uno de los mayores novelistas de la historia, aportó gran cantidad de bases para las novelas modernas.

Desde su primer obra fue alabado por la crítica. En él hablaba de los pobres, y como en todas sus novelas daba una óptica del personaje desde un punto de vista psicológico totalmente novedosa. Pero su carrera literaria se vio interrumpida cuando fue encarcelado por reunirse con un grupo de intelectuales prohibido. Un instante antes de ser fusilados, su pena se cambió por el exilio, por el que debió hacer trabajos forzosos en Siberia, así como ejercer de soldado raso, estas situaciones le provocaron la epilepsia que lo aquejaría hasta su muerte. Terminada la pena, fundó una después de la otra, dos revistas: Vremya (Tiempo) yEpoja (Época), ambas duraron pocos. Habiendo estado enferma hasta durante largos años hasta morir su mujer, y al morir también su hermano, cuyas deudas debió pagar, quedó inmerso en la miseria y se mantuvo con lo que recibió de El jugador(1866). Dejó el país escapando de los acreedores, y mientras tanto escribió obras que le valieron el reconocimiento internacional. Hizo con su estilo, un enorme aporte a lo que serían el surrealismo y el existencialismo, y la literatura del siglo XX , cuando agrega una psicología a los protagonistas, incluyendo al narrador que ahora participaba de la narración como personaje.

Bibliografía: Pobres gentes (1846 El doble (1846), Memorias de la casa muerta (1861-1862), Humillados y ofendidos (1861)Notas de invierno sobre impresiones de verano (1863), Memorias del subsuelo (1864). Crimen y castigo (1866), El jugador(1866),, Los endemoniados (1871-1872) Los hermanos Karamazov (1879-1880)

miércoles, 14 de septiembre de 2011

EMMA ZUNZ

EMMA ZUNZ

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

EL INMORTAL

El inmortal

Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination,that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
Francis Bacon, Essays, lviii

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Iliada halló este manuscrito.
El original esta redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I

Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenia el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mi, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II

Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idólatras en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mi. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fabrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fabrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con mas horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras; la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, esta subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiandose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III

Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podía seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperandome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea. Y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún mas extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venia a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche: bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lagrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabia de la Odisea. La practica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV

Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hacía que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fabrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabia que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Herálito. El pensamiento mas fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la mas honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer mas complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamas he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V

Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1038 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Iliada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí e1 origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
...He revisado, al cabo de un año, estas paginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón mas íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catalogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capitulo las incluye; ahí esta escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son mas curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece las aventuras de Simbad, de otro Ulises. y descubra a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el mas curioso, ya que no el mas urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien paginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capitulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.


A Cecilia Ingenieros

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.

[2] Ernesto Sábato sugiere que el “Giambattista” que discutió la formación de la llíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.

JORGE LUIS BORGES

Cuadro de texto:  Jorge Luis Borges

Escritor argentino cuyos desafiantes poemas y cuentos vanguardistas le consagraron como una de las figuras prominentes de las literaturas latinoamericana y universal. Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, e hijo de un profesor, estudió en Ginebra y vivió durante una breve temporada en España relacionándose con los escritores ultraístas. En 1921 regresó a Argentina, donde participó en la fundación de varias publicaciones literarias y filosóficas como Prisma (1921-1922), Proa (1922-1926) y Martín Fierro en la que publica esporádicamente; escribió poesía lírica centrada en temas históricos de su país, que quedó recopilada en volúmenes como Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). De esta época datan sus relaciones con Ricardo Güiraldes, Macedonio Fernández, Alfonso Reyes y Oliveiro Girondo. En la década de 1930, debido a una enfermedad hereditaria, comenzó a perder la visión hasta quedar completamente ciego. A pesar de ello, trabajó en la Biblioteca Nacional (1938-1947) y, más tarde, llegó a convertirse en su director (1955-1973). Conoce a Adolfo Bioy Casares y publica con él Antología de la literatura fantástica (1940). A partir de 1955 fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires. Durante esos años, fue abandonando la poesía en favor de los relatos breves por los que ha pasado a la historia. Aunque es más conocido por sus cuentos, se inició en la escritura con ensayos filosóficos y literarios, algunos de los cuales se encuentran reunidos en Inquisiciones. La historia universal de la infamia (1935) es una colección de cuentos basados en criminales reales. En 1955 fue nombrado académico de su país y en 1960 su obra era valorada universalmente como una de las más originales de América Latina. A partir de entonces se suceden los premios y las consideraciones. En 1961 comparte el Premio Fomentor con Samuel Beckett, y en 1980 el Cervantes con Gerardo Diego. Murió en Ginebra, el 14 de junio de 1986.

Las posturas políticas evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico. A lo largo de toda su producción, Borges creó un mundo fantástico, metafísico y totalmente subjetivo. Su obra, exigente con el lector y de no fácil comprensión, debido a la simbología personal del autor, ha despertado la admiración de numerosos escritores y críticos literarios de todo el mundo. Describiendo su producción literaria, el propio autor escribió: -No soy ni un pensador ni un moralista, sino sencillamente un hombre de letras que refleja en sus escritos su propia confusión y el respetado sistema de confusiones que llamamos filosofía, en forma de literatura-.
Ficciones (1944) está considerado como un hito en el relato corto y un ejemplo perfecto de la obra borgiana. Los cuentos son en realidad una suerte de ensayo literario con un solo tema en el que el autor fantasea desde la subjetividad sobre temas, autores u obras; se trata pues de una ficción presentada con la forma del cuento en el que las palabras son importantísimas por la falsificación (ficción) con que Borges trata los hechos reales. Cada uno de los cuentos de Ficciones está considerado por la crítica como una joya, una diminuta obra maestra. Además, sucede que el libro presenta una estructura lineal que hace pensar al lector que el conjunto de los cuentos conducirán a un final con sentido, cuando en realidad llevan a la nada absoluta. Otros libros importantes del mismo género son El Aleph(1949) y El hacedor (1960).

lunes, 2 de mayo de 2011

EL TUNEL DE ERNESTO SÁBATO

"...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío".
A la amistad de Rogelio Frigerio que ha resistido todas las asperezas y
vicisitudes de las ideas.

I
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el
proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi
persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad,
siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la
especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos
cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no
tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos
malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me
parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles,
tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido
museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro
del taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más
vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia,
más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una
honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo
que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga
destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a
anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que
ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos
que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho
para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y
entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva.
No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay
ocasión, algo más sobre este asunto de la rata.

II
Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la
historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor.
Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que
quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los
hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de
carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de
mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que
advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está
desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con
la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre;
quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de
pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de
individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la
vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de
soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las
rodillas?
La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la
abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre
debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta
reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir
que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años,
cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un
sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo
cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir.
Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y
murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí
dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto
para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay
algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los
actos de la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna
especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la
leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las
explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la
historia de un crimen hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero
como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante
simple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me
hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en
particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA
SOLA PERSONA.
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de
ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante
hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis
más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una
asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.

III
Todos saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué
relaciones hubo exactamente entre nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla. Trataré de
relatar todo imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no tengo la necia pretensión de
ser perfecto.
En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro llamado Maternidad. Era por el estilo de
muchos otros anteriores : como dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido, estaba bien
arquitecturado. Tenía, en fin, los atributos que esos charlatanes encontraban siempre en mis telas,
incluyendo "cierta cosa profundamente intelectual". Pero arriba, a la izquierda, a través de una
ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar.
Era una mujer que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena
sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena; pasaban la mirada por encima, como por algo secundario,
probablemente decorativo. Con excepción de una sola persona, nadie pareció comprender que esa
escena constituía algo esencial. Fue el día de la inauguración. Una muchacha desconocida estuvo
mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer
plano, la mujer que miraba jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y
mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero; no vio ni oyó a la gente
que pasaba o se detenía frente a mi tela.
La observé todo el tiempo con ansiedad. Después desapareció en la multitud, mientras yo
vacilaba entre un miedo invencible y un angustioso deseo de llamarla. ¿Miedo de qué? Quizá, algo
así como miedo de jugar todo el dinero de que se dispone en la vida a un solo número. Sin embargo,
cuando desapareció, me sentí irritado, infeliz, pensando que podría no verla más, perdida entre los
millones de habitantes anónimos de Buenos Aires.
Esa noche volví a casa nervioso, descontento, triste.
Hasta que se clausuró el salón, fui todos los días y me colocaba suficientemente cerca para
reconocer a las personas que se detenían frente a mi cuadro. Pero no volvió a aparecer.
Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la posibilidad de volver a verla. Y, en
cierto modo, sólo pinté para ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer y
a invadir toda la tela y toda mi obra.

IV
Una tarde, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como
quien tiene que llegar a un lugar definido a una hora definida.
La reconocí inmediatamente; podría haberla reconocido en medio de una multitud. Sentí una
indescriptible emoción. Pensé tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al verla,
no supe qué hacer.
La verdad es que muchas veces había pensado y planeado minuciosamente mi actitud en caso
de encontrarla. Creo haber dicho que soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un
probable encuentro y la forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre tropezaba en
esos encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversación. Conozco muchos hombres que
no tienen dificultad en establecer conversación con una mujer desconocida. Confieso que en un
tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque nunca fui mujeriego, o precisamente por no haberlo
sido, en dos o tres oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos
casos en que parece imposible resignarse a la idea de que será para siempre ajena a nuestra vida.
Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer.
En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes posibilidades. Conozco mi
naturaleza y sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza
de atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por lo
menos posibles. (No es lógico que un amigo íntimo le mande a uno un anónimo insultante, pero todos
sabemos que es posible.)
La muchacha, por lo visto, solía ir a salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me
pondría a su lado y no resultaría demasiado complicado entrar en conversación a propósito de
algunos de los cuadros expuestos.
Después de examinar en detalle esta posibilidad, la abandoné. Yo nunca iba a salones de
pintura. Puede parecer muy extraña esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicación y
tengo la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me daría la razón. Bueno, quizá
exagero al decir "todo el mundo". No, seguramente exagero. La experiencia me ha demostrado que lo
que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan
quemado que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud mía y, casi
siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca. Esa ha sido justamente la causa de
que no me haya decidido hasta hoy a hacer el relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si
valdrá la pena que explique en detalle este rasgo mío referente a los salones, pero temo que, si no lo
explico, crean que es una mera manía, cuando en verdad obedece a razones muy profundas.
Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos,
las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por
razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de
atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto.
Observo que se está complicando el problema, pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra
parte, el que quiera dejar de leer esta narración en este punto no tiene más que hacerlo; de una vez
por todas le hago saber que cuenta con mi permiso más absoluto.
¿Qué quiero decir con eso de "repetición del tipo"? Habrán observado qué desagradable es
encontrarse con alguien que a cada instante guiña un ojo o tuerce la boca. Pero, ¿imaginan a todos
esos individuos reunidos en un club? No hay necesidad de llegar a esos extremos, sin embargo,
basta observar las familias numerosas, donde se repiten ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas
entonaciones de voz. Me ha sucedido estar enamorado de una mujer (anónimamente, claro) y huir
espantado ante la posibilidad de conocer a las hermanas. Me había pasado ya algo horrendo en otra
oportunidad: encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quedé
deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los mismos rasgos que en aquella me habían parecido
admirables aparecían acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa
especie de visión deformada de la primera mujer en su hermana me produjo, además de esa
sensación, un sentimiento de vergüenza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente
ridícula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado.
Quizá cosas así me pasen por ser pintor, porque he notado que la gente no da importancia a
estas deformaciones de familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que imitan a un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados infelices que pintan a la manera de
Picasso.
Después, está el asunto de la jerga, otra de las características que menos soporto. Basta
examinar cualquiera de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No
tengo preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en este momento:
el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo creía un verdadero amigo, hasta tal punto
que sufrí un terrible desengaño cuando todos empezaron a perseguirme y él se unió a esa gentuza;
pero dejemos esto. Un día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me invitó a ir
con él:
—¿A dónde? —le pregunté.
—A un cóctel de la Sociedad —respondió.
—¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me revienta esa forma de emplear el
artículo determinado que tienen todos ellos, la Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido,
por el Partido Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven.
Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada con ingenuidad.
—La Sociedad Psicoanalítica, hombre —respondió mirándome con esos ojos penetrantes que
los freudianos creen obligatorios en su profesión, y como si también se preguntara: "¿qué otra
chifladura le está empezando a este tipo?"
Recordé haber leído algo sobre una reunión o congreso presidido por un doctor Bernard o
Bertrand. Con la convicción de que no podía ser eso, le pregunté si era eso. Me miró con una sonrisa
despectiva.
—Son unos charlatanes —comentó—. La única sociedad psicoanalítica reconocida
internacionalmente es la nuestra.
Volvió a entrar en su escritorio, buscó en un cajón y finalmente me mostró una carta en inglés.
La miré por cortesía.
—No sé inglés — expliqué.
—Es una carta de Chicago. Nos acredita como la única sociedad de psicoanálisis en la
Argentina.
Puse cara de admiración y profundo respeto.
Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había una cantidad de gente. A algunos
los conocía de nombre, como al doctor Goldenberg, que últimamente había tenido mucho renombre a
raíz de haber intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de salir.
Lo miré atentamente, pero no me pareció peor que los demás, hasta me pareció más calmo, tal vez
como resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera que comprendí que los detestaba.
Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la
sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no
terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches,
comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella
sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos,
funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.
Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba atestado
de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al
encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció de
pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento.
Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte,
naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón
lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude
entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni
ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se
pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y
aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos
charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya
pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo
puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?

V
Me he apartado de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno
de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintura? Me parece que
cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato
justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque
todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habladurías de los
colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los
cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría
un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura.
Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposición.
Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese
caso, bastaría con una simple presentación. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me
eché gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación! ¡Qué fácil se volvía todo,
qué amable! El encandilamiento me impidió ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No
pensé en aquel momento que encontrar a un amigo suyo era tan difícil como encontrarla a ella
misma, porque es evidente que sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si
sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña ventaja de la
presentación, que yo no desdeñaba. Pero, evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y
luego, en todo caso, buscar un amigo común para que nos presentara.
Quedaba el camino inverso, ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí
podía hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis conocidos
acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me pareció una
especie de frivolidad y lo deseché, me avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa
naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue.
Creo conveniente dejar establecido que no descarté esta variante por descabellada, sólo lo
hice por las razones que acabo de exponer. Alguno podría creer, efectivamente, que es descabellado
imaginar la remota posibilidad de que un conocido mío fuera a la vez conocido de ella. Quizá lo
parezca a un espíritu superficial, pero no a quien está acostumbrado a reflexionar sobre los
problemas humanos. Existen en la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de
gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando
la causa de la estratificación es alguna característica de minorías. Me ha sucedido encontrar una
persona en un barrio de Berlín, luego en un pequeño lugar casi desconocido de Italia y, finalmente, en
una librería de Buenos Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos? Pero estoy
diciendo una trivialidad, lo sabe cualquier persona aficionada a la música, al esperanto, al espiritismo.
Había que caer, pues, en la posibilidad más temida, al encuentro en la calle. ¿Cómo demonios
hacen ciertos hombres para detener a una mujer, para entablar conversación y hasta para iniciar una
aventura?. Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con una iniciativa mía; mi
ignorancia de esa técnica callejera y mi cara me indujeron a tomar esa decisión melancólica y
definitiva.
No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de esas que suelen presentarse cada millón
de veces; que ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remotísima lotería,
en la que había que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y sólo recibir el premio en
el caso de ganar en esta segunda jornada. Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de
encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la
palabra. Sentí un especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no obstante, seguí
preparando mi posición.
Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para preguntarme una dirección o acerca
de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía,
de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz,
dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A
veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia
contenida; sucedió (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por
irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inútil o
irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me
reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando
la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más
fructíferos diálogos callejeros. En general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella
con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por
lo menos, la impresión que le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y
tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que choque, esa clase de vinculaciones;
en una reunión social sobra el tiempo y en cierto modo se está para establecer esa clase de
vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Buenos Aires, entre
gentes que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que había que descartar casi
ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía descartarla sin caer en una situación
irremediable para mi destino. Volvía, pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles,
que llevaran desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la discusión de problemas del
expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil.
Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que era inútil y artificioso intentar una
conversación semejante y que era preferible atacar bruscamente el punto central, con una pregunta
valiente, jugándome todo a un solo número. Por ejemplo, preguntando: "¿Por qué miró solamente la
ventanita?" Es común que en las noches de insomnio sea teóricamente más decidido que durante el
día, en los hechos. Al otro día, al analizar fríamente esta posibilidad, concluí que jamás tendría
suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro. Como siempre, el desaliento me hizo caer
en el otro extremo, imaginé entonces una pregunta tan indirecta que para llegar al punto que me
interesaba (la ventana) casi se requería una larga amistad, una pregunta del género de: "¿Tiene
interés en el arte?"
No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que había algunas tan
complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado portentoso que la realidad
coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la
cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del
orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina
partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con
frases de otra, con resultados ridículos o desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una
dirección y en seguida preguntarle: "¿Tiene mucho interés en el arte?" Era grotesco.
Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones.

miércoles, 13 de octubre de 2010

TRABAJO PRÁCTICO

Estas son las instrucciones para el trabajo práctico:

- CREACION DE UN POEMARIO ACERCA DEL TEMA DEL AMOR Y DE LA CONFIGURACIÓN DEL HOMBRE Y DE LA MUJER EN LA LITERATURA.

El poemario debe contener:

- 20 poemas de diversos autores y épocas que presenten los temas antes mencionados, junto con una reseña breve de la biografía del autor.
- El diseño del poemario es libre, a mano, a computador; en hojas blancas o de colores; la tipografía de la letra; se pueden incluir imágenes, etc.
- El trabajo se debe realizar en grupos desde 1 a 3 personas (no insistir en 4, por favor)
- Debe titularse el poemario y compactarse de manera libre ( con una cinta, empastado, con argollas, etc.)
- La fecha de entrega del trabajo es el 27 de octubre y la nota va directamente al libro.
Atentamente,
Profesora Karina