Estudiantes de 3º Medio

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lunes, 2 de mayo de 2011

EL TUNEL DE ERNESTO SÁBATO

"...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío".
A la amistad de Rogelio Frigerio que ha resistido todas las asperezas y
vicisitudes de las ideas.

I
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el
proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi
persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad,
siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la
especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos
cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no
tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos
malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me
parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles,
tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido
museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro
del taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más
vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia,
más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una
honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo
que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga
destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a
anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que
ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos
que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho
para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y
entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva.
No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay
ocasión, algo más sobre este asunto de la rata.

II
Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la
historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor.
Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que
quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los
hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de
carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de
mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que
advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está
desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con
la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre;
quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de
pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de
individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la
vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de
soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las
rodillas?
La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la
abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre
debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta
reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir
que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años,
cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un
sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo
cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir.
Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y
murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí
dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto
para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay
algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los
actos de la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna
especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la
leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las
explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la
historia de un crimen hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero
como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante
simple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me
hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en
particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA
SOLA PERSONA.
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de
ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante
hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis
más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una
asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.

III
Todos saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué
relaciones hubo exactamente entre nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla. Trataré de
relatar todo imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no tengo la necia pretensión de
ser perfecto.
En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro llamado Maternidad. Era por el estilo de
muchos otros anteriores : como dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido, estaba bien
arquitecturado. Tenía, en fin, los atributos que esos charlatanes encontraban siempre en mis telas,
incluyendo "cierta cosa profundamente intelectual". Pero arriba, a la izquierda, a través de una
ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar.
Era una mujer que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena
sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena; pasaban la mirada por encima, como por algo secundario,
probablemente decorativo. Con excepción de una sola persona, nadie pareció comprender que esa
escena constituía algo esencial. Fue el día de la inauguración. Una muchacha desconocida estuvo
mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer
plano, la mujer que miraba jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y
mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero; no vio ni oyó a la gente
que pasaba o se detenía frente a mi tela.
La observé todo el tiempo con ansiedad. Después desapareció en la multitud, mientras yo
vacilaba entre un miedo invencible y un angustioso deseo de llamarla. ¿Miedo de qué? Quizá, algo
así como miedo de jugar todo el dinero de que se dispone en la vida a un solo número. Sin embargo,
cuando desapareció, me sentí irritado, infeliz, pensando que podría no verla más, perdida entre los
millones de habitantes anónimos de Buenos Aires.
Esa noche volví a casa nervioso, descontento, triste.
Hasta que se clausuró el salón, fui todos los días y me colocaba suficientemente cerca para
reconocer a las personas que se detenían frente a mi cuadro. Pero no volvió a aparecer.
Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la posibilidad de volver a verla. Y, en
cierto modo, sólo pinté para ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer y
a invadir toda la tela y toda mi obra.

IV
Una tarde, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como
quien tiene que llegar a un lugar definido a una hora definida.
La reconocí inmediatamente; podría haberla reconocido en medio de una multitud. Sentí una
indescriptible emoción. Pensé tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al verla,
no supe qué hacer.
La verdad es que muchas veces había pensado y planeado minuciosamente mi actitud en caso
de encontrarla. Creo haber dicho que soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un
probable encuentro y la forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre tropezaba en
esos encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversación. Conozco muchos hombres que
no tienen dificultad en establecer conversación con una mujer desconocida. Confieso que en un
tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque nunca fui mujeriego, o precisamente por no haberlo
sido, en dos o tres oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos
casos en que parece imposible resignarse a la idea de que será para siempre ajena a nuestra vida.
Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer.
En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes posibilidades. Conozco mi
naturaleza y sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza
de atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por lo
menos posibles. (No es lógico que un amigo íntimo le mande a uno un anónimo insultante, pero todos
sabemos que es posible.)
La muchacha, por lo visto, solía ir a salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me
pondría a su lado y no resultaría demasiado complicado entrar en conversación a propósito de
algunos de los cuadros expuestos.
Después de examinar en detalle esta posibilidad, la abandoné. Yo nunca iba a salones de
pintura. Puede parecer muy extraña esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicación y
tengo la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me daría la razón. Bueno, quizá
exagero al decir "todo el mundo". No, seguramente exagero. La experiencia me ha demostrado que lo
que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan
quemado que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud mía y, casi
siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca. Esa ha sido justamente la causa de
que no me haya decidido hasta hoy a hacer el relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si
valdrá la pena que explique en detalle este rasgo mío referente a los salones, pero temo que, si no lo
explico, crean que es una mera manía, cuando en verdad obedece a razones muy profundas.
Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos,
las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por
razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de
atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto.
Observo que se está complicando el problema, pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra
parte, el que quiera dejar de leer esta narración en este punto no tiene más que hacerlo; de una vez
por todas le hago saber que cuenta con mi permiso más absoluto.
¿Qué quiero decir con eso de "repetición del tipo"? Habrán observado qué desagradable es
encontrarse con alguien que a cada instante guiña un ojo o tuerce la boca. Pero, ¿imaginan a todos
esos individuos reunidos en un club? No hay necesidad de llegar a esos extremos, sin embargo,
basta observar las familias numerosas, donde se repiten ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas
entonaciones de voz. Me ha sucedido estar enamorado de una mujer (anónimamente, claro) y huir
espantado ante la posibilidad de conocer a las hermanas. Me había pasado ya algo horrendo en otra
oportunidad: encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quedé
deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los mismos rasgos que en aquella me habían parecido
admirables aparecían acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa
especie de visión deformada de la primera mujer en su hermana me produjo, además de esa
sensación, un sentimiento de vergüenza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente
ridícula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado.
Quizá cosas así me pasen por ser pintor, porque he notado que la gente no da importancia a
estas deformaciones de familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que imitan a un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados infelices que pintan a la manera de
Picasso.
Después, está el asunto de la jerga, otra de las características que menos soporto. Basta
examinar cualquiera de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No
tengo preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en este momento:
el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo creía un verdadero amigo, hasta tal punto
que sufrí un terrible desengaño cuando todos empezaron a perseguirme y él se unió a esa gentuza;
pero dejemos esto. Un día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me invitó a ir
con él:
—¿A dónde? —le pregunté.
—A un cóctel de la Sociedad —respondió.
—¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me revienta esa forma de emplear el
artículo determinado que tienen todos ellos, la Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido,
por el Partido Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven.
Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada con ingenuidad.
—La Sociedad Psicoanalítica, hombre —respondió mirándome con esos ojos penetrantes que
los freudianos creen obligatorios en su profesión, y como si también se preguntara: "¿qué otra
chifladura le está empezando a este tipo?"
Recordé haber leído algo sobre una reunión o congreso presidido por un doctor Bernard o
Bertrand. Con la convicción de que no podía ser eso, le pregunté si era eso. Me miró con una sonrisa
despectiva.
—Son unos charlatanes —comentó—. La única sociedad psicoanalítica reconocida
internacionalmente es la nuestra.
Volvió a entrar en su escritorio, buscó en un cajón y finalmente me mostró una carta en inglés.
La miré por cortesía.
—No sé inglés — expliqué.
—Es una carta de Chicago. Nos acredita como la única sociedad de psicoanálisis en la
Argentina.
Puse cara de admiración y profundo respeto.
Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había una cantidad de gente. A algunos
los conocía de nombre, como al doctor Goldenberg, que últimamente había tenido mucho renombre a
raíz de haber intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de salir.
Lo miré atentamente, pero no me pareció peor que los demás, hasta me pareció más calmo, tal vez
como resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera que comprendí que los detestaba.
Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la
sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no
terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches,
comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella
sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos,
funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.
Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba atestado
de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al
encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció de
pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento.
Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte,
naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón
lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude
entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni
ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se
pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y
aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos
charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya
pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo
puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?

V
Me he apartado de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno
de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintura? Me parece que
cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato
justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque
todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habladurías de los
colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los
cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría
un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura.
Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposición.
Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese
caso, bastaría con una simple presentación. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me
eché gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación! ¡Qué fácil se volvía todo,
qué amable! El encandilamiento me impidió ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No
pensé en aquel momento que encontrar a un amigo suyo era tan difícil como encontrarla a ella
misma, porque es evidente que sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si
sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña ventaja de la
presentación, que yo no desdeñaba. Pero, evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y
luego, en todo caso, buscar un amigo común para que nos presentara.
Quedaba el camino inverso, ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí
podía hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis conocidos
acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me pareció una
especie de frivolidad y lo deseché, me avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa
naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue.
Creo conveniente dejar establecido que no descarté esta variante por descabellada, sólo lo
hice por las razones que acabo de exponer. Alguno podría creer, efectivamente, que es descabellado
imaginar la remota posibilidad de que un conocido mío fuera a la vez conocido de ella. Quizá lo
parezca a un espíritu superficial, pero no a quien está acostumbrado a reflexionar sobre los
problemas humanos. Existen en la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de
gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando
la causa de la estratificación es alguna característica de minorías. Me ha sucedido encontrar una
persona en un barrio de Berlín, luego en un pequeño lugar casi desconocido de Italia y, finalmente, en
una librería de Buenos Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos? Pero estoy
diciendo una trivialidad, lo sabe cualquier persona aficionada a la música, al esperanto, al espiritismo.
Había que caer, pues, en la posibilidad más temida, al encuentro en la calle. ¿Cómo demonios
hacen ciertos hombres para detener a una mujer, para entablar conversación y hasta para iniciar una
aventura?. Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con una iniciativa mía; mi
ignorancia de esa técnica callejera y mi cara me indujeron a tomar esa decisión melancólica y
definitiva.
No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de esas que suelen presentarse cada millón
de veces; que ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remotísima lotería,
en la que había que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y sólo recibir el premio en
el caso de ganar en esta segunda jornada. Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de
encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la
palabra. Sentí un especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no obstante, seguí
preparando mi posición.
Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para preguntarme una dirección o acerca
de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía,
de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz,
dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A
veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia
contenida; sucedió (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por
irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inútil o
irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me
reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando
la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más
fructíferos diálogos callejeros. En general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella
con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por
lo menos, la impresión que le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y
tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que choque, esa clase de vinculaciones;
en una reunión social sobra el tiempo y en cierto modo se está para establecer esa clase de
vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Buenos Aires, entre
gentes que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que había que descartar casi
ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía descartarla sin caer en una situación
irremediable para mi destino. Volvía, pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles,
que llevaran desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la discusión de problemas del
expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil.
Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que era inútil y artificioso intentar una
conversación semejante y que era preferible atacar bruscamente el punto central, con una pregunta
valiente, jugándome todo a un solo número. Por ejemplo, preguntando: "¿Por qué miró solamente la
ventanita?" Es común que en las noches de insomnio sea teóricamente más decidido que durante el
día, en los hechos. Al otro día, al analizar fríamente esta posibilidad, concluí que jamás tendría
suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro. Como siempre, el desaliento me hizo caer
en el otro extremo, imaginé entonces una pregunta tan indirecta que para llegar al punto que me
interesaba (la ventana) casi se requería una larga amistad, una pregunta del género de: "¿Tiene
interés en el arte?"
No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que había algunas tan
complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado portentoso que la realidad
coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la
cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del
orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina
partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con
frases de otra, con resultados ridículos o desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una
dirección y en seguida preguntarle: "¿Tiene mucho interés en el arte?" Era grotesco.
Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones.